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jueves, 31 de marzo de 2016

ESPERANDO A LOS BÁRBAROS. Oblígate a pensar.

Los caminos de la vida no son como uno piensa, y no lo digo por citar a una famosa canción de "vallenato" que tuvo su auge en mi época universitaria (por fijar un parámetro tradicional de la edad,
es decir). Quería leer una cosa, y terminé con la lectura de algo más profundo, enormemente satisfactorio.

En mi anterior entrega les comentaba que ya tenía en mi librero, grueso y amenazante, un ejemplar de "La Guerra y la Paz". Ya se sabe que es un clásico de la literatura universal, el cual es capaz de provocar los máximos deleites a lectores fuertes y ávidos de la redacción detallada y formal (es un libro que desarrolla a más de 300 personajes). Pero también es un libro que, si se usa a la ligera, pueda vacunar a cualquiera en relación a su afición lectora.

Antes de acometer semejante empresa, nos dimos la vuelta mi esposa y un servidor por la librería del "basement" para los cuates. Quería comprar algún libro de pocas páginas y letras grandes, entretenimiento puro. Un buen bocadillo para entrar con avidez al plato fuerte que ya está reservado para nosotros. Como suele suceder, el vicio y la afición terminan por ganar. Terminé con una biografía de Porfirio Díaz, obra de Carlos Tello, y con un libro de John Maxwell Coetzee, uno de mis autores de cabecera. A este último dedico mis comentarios.

Coetzee no es un autor botanero, ni de literatura rápida. No es entretenimiento puro. Me atrevo a decir que sus libros son profundamente filosóficos, si adoptamos la definición de filosofía que nos propone Juan Villoro: buscarle sentido a la vida. Quería un libro para terminar en 3 o 5 días, y fue una novela breve que por acto de magia se convierte en metáfora, y obliga al lector a extrapolar todo lo leído con los graves eventos que en la actualidad sacuden a nuestro mundo.

¿De qué hablamos cuando platicamos de "Esperando a los bárbaros"? Es una novela corta. Se puede enmarcar en cualquier ambiente colonialista del siglo XIX. El personaje central es un magistrado, que tiene a su cargo algunas funciones ejecutivas y legales en una ciudad fronteriza del imperio. Y los bárbaros son la amenaza definitiva y permanente en los lindes de aquella nación.

Alguna vez comenté que mis escritores de cabecera eran Saramago, Calvino y Coetzee. ¿Qué he encontrado como elementos comunes entre Saramago y Coetzee? Que ambos son profundamente reflexivos e introspectivos. Que aunque se cambie la perspectiva del narrador, terminas por imaginarte todo en primera persona. Que sus relatos terminan por ser unas radiografías del mundo actual y de la vida humana, tan genéricas al principio, pero que encajan perfectamente con un poco de interpretación. Y que en muchas ocasiones sus personajes no tienen nombres propios. O si los tienen, son tan comunes que uno se da cuenta de que el personaje aplica a cualquiera, no a uno en particular.

Recuerdo el "Ensayo sobre la ceguera": el conductor, el doctor, la esposa del doctor. Los presos del ala a, del ala b. No hay nombres propios. En el caso de "Esperando a los bárbaros" tenemos al magistrado, a los pescadores, los niños que juegan afuera de la muralla, la muchacha con los tobillos quebrados, el padre ejecutado lastimosamente en presencia de su hija. Solo a tres personajes el autor les asigna un nombre propio: El Sargento Joll, el teniente Mandel, y la cocinera May. Dos de connotación negativa y una mujer que fue testigo pasiva de toda la tragedia. Interprétenlo ustedes.

El personaje central es el Magistrado. Lleva a cabo las labores administrativas en determinada ciudad fronteriza. No controla las acciones militares, ni de defensa del territorio. Vive en una ciudad protegida con una muralla, en las cercanías de un lago de aguas semisalobres. El paisaje natural asoma una cierta decadencia progresiva. Los cultivos cada vez rinden menos, el lago ofrece agua, aunque cada vez de menor calidad, y una estepa árida es la frontera natural entre las cercanías fronterizas y los territorios de los bárbaros.

De repente, se corre un rumor: los bárbaros planean invadir la ciudad. Y el Sargento Joll, ni tardo ni perezoso, atrapa a cuantos sujetos tengan una pizca de bárbaros. Las dificultades lingüísticas no son problema alguno, cuando tenemos el lenguaje universal de la tortura. Y si la tortura no funciona para obtener información relevante sobre la supuesta invasión, deja la conciencia tranquila en los conquistadores, pues algo se está haciendo. El magistrado observa estas imágenes de crueldad con un dejo de practicidad, no de probidad moral. "No tiene caso maltratar a estos inocentes, solo lograremos lo que intentamos evitar. El maltrato los volverá ariscos y proclives a la venganza".

La descripción que realiza Coetzee del maltrato inflingido a los nativos es realmente brutal. El primer tercio de la novela mueve a la compasión, y en mi caso me lleva a un viaje por el tiempo con las acciones de Leopoldo II en el Congo Belga, las misiones arbitrarias de los Norteamericanos en Vietnam, al caso Tuskegee en Georgia....pero incluso al trato que el régimen baazista de Bashar Al Asad y los militantes de ISIS aplican a gente cuyas creencias y estilos de vida son milenarios en el territorio de Siria e Irak. No cabe duda que pasado es presente.

En este punto de la novela, descubrimos que el magistrado es una persona con un atisbo de moral, pero su ética personal también tiene renglones torcidos: una vez que han liberado a los sobrevivientes de las razias militares, nuestro protagonista descubre en la calle a una jovencita, sobreviviente de los acontecimientos, que no puede caminar bien pues le fracturaron los tobillos en el cautiverio. Y quién sabe qué mas le hicieron.

Con una mezcla de compasión, fascinación y morbo raboverdiano, el magistrado se la lleva a su casa. Personalmente la limpia, le masajea tobillos y cuerpo entero. Se acuesta con ella todas las noches, aunque sin consumar nunca ningún acto de naturaleza erótica. Designa a la jovencita como ayudante de cocina, a fin de que tenga otro tipo de ocupaciones. No escucha, o no quiere escuchar las habladurías del pueblo, que contempla cómo un viejo viudo y panzón, en abuso de poder, ya no solo sale en las noches a conseguir furcias para un pago por evento, sino que además convierte el edificio de gobierno en una especie de hostal-harem de uso privado. Ya sabemos que lo que dice la gente rara vez cumple con exactitud en su relación con la realidad.

Todos estos actos se leen como decisiones asumidas de parte de los protagonistas. Es lo original de este autor. Y en medio de las decisiones, hay reflexiones sumamente interesantes sobre la condición del poder, de la vida humana, de la naturaleza de las cosas, del bien y del mal. Los hombres, antes de aprender los valores en el sentido ontológico y abstracto de su existencia, tuvimos que identificarlos en los actos concretos de las personas. Y en ese punto, Coetzee es un excelente escritor, pues plantea dilemas morales como tales, sin caer en los juicios categóricos.

Al terminar el invierno, el magistrado realizará una riesgosa expedición para devolver a la muchachita a los bárbaros, como un gesto de buena voluntad. Por supuesto que nadie le pregunto a la jovencita si realmente quería regresar a las montañas, a la rusticidad y dificultades propias de la vida nómada. Y pasan las de Caín en el trayecto.

El resto de la novela es una vorágine de sufrimiento, tanto para él como para el pueblo. Se le acusa de conspirar con los bárbaros y sufre indecibles maltratos en su estancia en la cárcel. Es ejecutado, aunque no muerto. Escapa y regresa de la cárcel por voluntad propia. Nadie ve a los bárbaros en la ciudad ni en las cercanías, pero ellos son los causantes de todas las desgracias: desde la inundación de los cultivos, hasta una "noche de la expiación".

No quiero contar más. El libro merece ser leído. Sé que estas líneas nunca llegarán a ojos de un puberto que busque facilitarse la tarea, buscando reseñas hechas de libros que en clase les encomiendan. Dudo que algún maestro de literatura o de taller designe a "Esperando a los bárbaros" como material para un proyecto o una tarea de lectura en casa. Pero debería. Como dije líneas arriba, me pareció un libro sumamente reflexivo y orientado a la búsqueda de sentido en la vida. Pero no un libro de respuestas, sino un libro que ayuda a hacer las preguntas correctas.

A medida que leía, no podía evitar comparaciones: Trump con los mexicanos, su amenaza permanente. Los gobiernos y sus políticas asistencialistas, difícilmente eficaces. Marcelo Ebrard y su deseo de darle al náhuatl categoría de idioma para enseñar en las escuelas del DF, cuando en la sierra del puebla los indígenas plugen por la enseñanza del inglés, para mejorar su vida cuando emigren a "Puebla York". Los policías de Papantla, de Tierra Blanca. Iguala y Tlatlaya. Porkys por aquí y por allá.

Y sobre todo, el eterno dilema del ser humano: el conflicto entre el bien y el mal. Nuestro magistrado es un tipo bueno, aparentemente, pero con muchas decisiones discutibles. La vida no se da en blanco y negro, todos tenemos una tonalidad de gris. O a rayas, como las cebras. A veces me pregunto si nuestro magistrado, humillado hasta el extremo y vilipendiado en la segunda parte del libro, podría encontrarse con el biógrafo adecuado. Convertiría estos episodios de su vida en actos de heroísmo, cuando realmente fue su instinto de sobrevivencia. ¿Puede ocurrir así con la vida de los grandes señeros de la humanidad? ¿Buda, Mahoma, Jesús, Zoroastro, Gandhi, MLK Jr y todos los que queramos, simplemente cayeron en las manos de los biógrafos adecuados?

Hay un congreso constituyente para redactar la Primera Constitución política del Estado Ciudad de México. En opinión de buena parte de los capitalinos, dicho congreso es una suerte de oportunismo, cobro de cuotas, algo de buena voluntad y sobre todo, esfuerzos inútiles por redactar algo que nadie en realidad pedía. Y que probablemente no impacte en nada en la vida cotidiana. Pero esos mismos capitalinos que ahora contemplan con azoro ese botín historiográfico, puede que en su ancianidad descubran con rabia cómo en los libros de texto se habla del gran momento que la ciudad vivió en el glorioso año de 2016. Por supuesto, no hablarán de la contingencia ambiental ni otras minucias.

Ese es el punto. Parece que la reivindicación de nosotros como humanos consiste en saber mostrar, más que demostrar, nuestro lado bueno. Ese lado que el magistrado no supo anteponer con sabiduría, y que casi le cuesta la vida.

Puede que no nos veamos durante un tiempo. Tanto la Biografía de Porfirio Díaz como la Guerra y la Paz son unos ladrillos. Mientras tanto, estaré aquí, leyendo y esperando a los bárbaros.

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