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viernes, 27 de diciembre de 2013

LOS REYES MALDITOS VII. De cómo un rey perdió Francia.

LOS REYES MALDITOS VII:
De cómo un rey perdió Francia. A nivel de opinión general, puedo decir que la saga de Los Reyes Malditos es una serie magníficamente escrita, que respeta dos aspectos fundamentales en su construcción: las leyes de la narrativa y el rigor histórico. La “cama” sobre la que se propone todo el relato obedece a datos objetivos que, en su naturaleza de historiador, Maurice consideró fundamental resaltar.
 Las partes sobre las que no hay una conclusión histórica generalizada, (como el hecho de la sustitución de Juan el Póstumo, o las conexiones hechiceras de la dama Hirson) son las que permiten la narración novelesca de la trama. Llegando a la última parte de su serie, está más que claro el relato en sus tres partes: planteamiento (la maldición de los templarios, en el apogeo del reinado de Felipe el Hermoso), el nudo (la aparentemente anormal sucesión rápida de sus tres hijos, y la implementación de la ley sálica, lo que impide la descendencia por vía femenina) y el desenlace: gobernantes ineptos que sumen a Francia en la decadencia y la casi destrucción total de su territorio e identidad.
En mi opinión personal, el Séptimo Capítulo es el más “flojo” de todos. De hecho, ahora que lo leo por enésima vez, casi me parece que sale sobrando. Está narrado en un tono un tanto epistolar, lo que le adjudica a los hechos un carácter un tanto lejano, casi anecdótico. El narrador de la historia, el Cardenal Tayllerand, visita sus posesiones eclesiales, al tiempo que hace un recuento de los hechos. Para que un relato narrado desde estas coordenadas funcione, es necesario que el narrador despierte simpatía o empatía con el lector. Este cardenal despierta todo lo contrario. ¿En qué los quedamos?
Dejamos atrás los escarceos y los pequeños saqueos de pueblos costeros. Viene la invasión en toda forma. El rey Felipe de Valois es un gran caballero en las justas y en las competencias. Pero es un pésimo estratega de guerra. Eduardo III tiene éxito en hundir a la flota francesa, acantonada en Normandía. Avanza en Aquitania y derrota a la caballería francesa en la batalla de Crécy. En un afán de dominancia, los mismos caballeros franceses arrollarán a su propia infantería, y en medio del caos son blanco fijo de los arqueros ingleses. Francia pierde buena parte del meridiano galés y la parte de Calais.
El rey Felipe queda viudo. Está distanciado de su propio hijo y sucesor, Juan II. Ya es más que sabido el rumor sobre la homosexualidad de Juan. Como todo rabo verde, Felipe el viudo se enamora de la prometida de su hijo. Se desposa con ella y morirá a los seis meses de este nuevo matrimonio. Aceptará una tregua de siete años. Se le conoce como el rey que, tras la batalla de Crécy, anduvo vagando por la campiña solicitando ayuda. En la tregua, la peste asoló Europa. Se llevó a millares de personas, menos al hijo del rey.
Llamado comúnmente Juan el Bueno, será más bien un sujeto vanidoso, veleidoso, cruel, incapaz de gobernar al país en tan tremendas circunstancias. A este rey Juan, le ocurrirá de todo. Se le buscará otra esposa, la cual morirá en la peste. Se le buscará una nueva esposa, pero su favorito es Carlos de la Cerda. Impone modas de un talante un tanto afeminado entre la nobleza de su tiempo. Tiene preso a Carlos de Navarra “llamado el Malo”. Y su reino se debate entre la inflación y las amenazas externas. Los ingleses saquean de manera continua el país. Eduardo III y su hijo “El príncipe Negro” realizan correrías por el norte y el Languedoc.
Se dice que hay dos capitales de Francia: Burdeos, que resuma abundancia, y París, donde todo es al mismo tiempo caos y frívola ostentación. En medio de tales tribulaciones, el cardenal Taillerand será enviado a proponer una paz para ambos reyes. A cambio, les propondrá una cruzada conjunta contra el turco. Las peripecias del momento dificultan un tanto las labores diplomáticas. El rey Carlos de Navarra ha sido liberado de su prisión. Juega a dos manos: promete lealtad tanto al rey de Francia como al rey de Inglaterra. Una conspiración ha logrado asesinar a Carlos de la Cerda, el favorito del rey. Juan se vuelve loco y busca quién se la pague.
En Ruan, el delfín Felipe convoca un gran banquete. Numerosos nobles normandos, incluso el rey Carlos de Navarra, acuden al famoso festín. El rey Juan llega por sorpresa a la ciudad y toma presos a los principales asistentes. Algunos serán ejecutados un par de días después. El rey Carlos será puesto preso, en espera de una sentencia final. Mientras tanto, el Príncipe Negro comete otra de sus correrías en una vasta zona del país. En rey Juan ha convocado a sus nobles y ha tomado la oriflama. Al ser avisado, busca flanquear en su camino al ejército inglés, y aplastarlo. Por una vez en la vida, parece tomar una decisión lógica y atinada desde el punto de vista militar.
Para acelerar su paso, licencia a su infantería. Creen haber aprendido de la batalla de Crécy, donde la misma caballería francesa tuvo que arrollar a su infantería a causa de la lentitud de los pedestres. Al final de cuentas, logran el flanqueo. El príncipe negro está rodeado, con un solo camino de acceso (bastante estrecho) y con 5000 soldados. El rey Juan posee cerca de 25000 soldados. El cardenal Perigord se convierte en un boomerang que pasa de campamento en campamento, negociando una rendición sin sangre, o una tregua inclusive.
Incluso sin combatir, bastaría a los franceses rodear el campamento invasor para hacerlos rendir por falta de pertrecho, unas semanas después. Aquí, ocurre lo inaudito. Justo cuando el príncipe negro renuncia a todo lo que ha ganado en la invasión, la respuesta del rey Juan es NO. Decidirá atacar. Y como en la batalla de Crécy la caballería fue derrotada, ordena a su caballería que desmonten y que suban a la colina así, por su propio pie. De esa forma, con 10 o 15 kilos de peso, los caballeros se mueven como figuras de lego, blancos fáciles para los mortíferos arqueros ingleses. Y ocurre la masacre. Juan el Bueno termina prisionero. Se le trata con todas las consideraciones, la crema y nata de la sociedad francesa será muerta o tomada cautiva, en espera de un cuantioso rescate. Y Francia comienza una de sus etapas más oscuras.

Oh Jerusalén. Un pueblo indómito.

Cuando reflexioné sobre la manera de empezar este comentario sobre el libro "Oh Jerusalén", no Oh, Jerusalénpodía alejar de mi mente el hecho de que quizás profanaría con mi humilde narrativa a dos gigantes de la humanidad. Uno es el pueblo judío, y otro es Dominique Lapierre. Permítanme explicar.


Hablar del pueblo judío es difícil, porque implica querer circunscribir con unos párrafos a los fundadores del monoteísmo, a los iniciadores de uno de los libros más populares del mundo, a los autores indirectos del pensamiento occidental. A un pueblo que permaneció sin territorio más de 2000 años (contando los casi 1900 de la era cristiana, y poco más de cien con el destierro de Babilonia en la era precristiana) y que, a pesar de ello, conservó su esencia cultural y su sentido de identidad y pertenencia. Simplemente la misión supera las fuerzas de cualquier escritor.

Y hablar de Dominique Lapierre es hablar del periodista que mejor supo realizar la transición entre el reporte periodístico y la narrativa convencional. Gabriel García Márquez, intentó lo mismo, pero se perdió en el camino. Su pérdida nos trajo el tan discutido realismo mágico. Hemingway quedó atorado en las ataduras ideológicas con las que simpatizaba. No dudo que hablo de grandes escritores. Pero Dominique Lapierre simplemente nos sabe transmitir el drama humano de cada una de las situaciones que transcribe: ya sea la guerra de independencia de Israel (Oh Jerusalén), la misericordia y la excesiva miseria de los barrios de Calcuta (La ciudad de la alegría) o incluso la esperanza donde hay solo fatalismo para un enfermo de sida en los 80`s (Más grandes que el amor).

El libro "Oh Jerusalén", fue redactado el año de 1972. Es una crónica magnífica de los esfuerzos del gobierno de Israel por sobrevivir como nación, antes y después de la fecha de activación del reparto que sugirieron las naciones unidas en 1948. Recordemos que la ONU dio como fecha límite a los ingleses abandonar el país el 14 de mayo de 1948. Aunque se hizo una propuesta de reparte de territorio para judíos y árabes, los pueblos árabes no lo aceptaron. Juraron desaparecer al estado de Israel a partir del momento de su nacimiento.

Las dos partes del libro nos hablan de los preparativos en ambos lados para cumplir su objetivo primordial: para unos la desaparición, para otros la sobrevivencia. Si resulta dramático ver a los sobrevivientes de los campos de concentración, salir de Guatemala para caer en Guatepeor, podremos imaginarnos el drama final de los residentes palestisnos que, tras la segunda oleada judía que los obliga a abandonar sus casas, terminan por ser los apestados del mundo. Prácticamente ningún país árabe quiso acojerlos en su territorio.

Hablamos de un drama que sigue en la fecha actual: Israel es el rival a modo de los árabes, ante la impotencia de luchar contra Estados Unidos. Israel es una nación mejor organizada, con mayor sentido de solidaridad y acostumbrada a luchar por su supervivencia. Queda claramente demostrado mediante las acciones narradas en el libro. Y los árabes están divididos, por más que usen el micrófono con numerosos tacos de lengua.

Definitivamente es un libro entretenido, A quien le guste la historia contemporánea, le agradará la lectura de esta obra de Lapierre, en colaboración con Collins. NO es su mejor obra, pero vale la pena. Y no caduca, porque las historia es así.