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miércoles, 10 de febrero de 2016

LA CANCIÓN DEL GLADIADOR. ¿Espías en el Imperio?


Me declaro un fiel admirador de la Civilización Romana. El grado de complejidad que alcanzaron las instituciones políticas y sociales de su época, solamente pudo ser equiparado hasta hace unos pocos siglos. Hablamos de un imperio con más de 50 millones de habitantes, en la época en que Constantino logra adueñarse de la parte occidental.

Sin embargo, hay detalles de sus usos y costumbres que me parecen desconcertantes. Obviamente me declaro incapaz de juzgarlos, pues sería injusto emitir juicios sobre hechos del pasado con los criterios que como sociedad hemos consensuado en el presente. Y en una sociedad veintiunonómica en la que un animal tiene casi tantos derechos como un humano, muchos se escandalizan al ver que en el imperio romano un esclavo o un gladiador eran lo mismo o menos que animales; prácticamente objetos, capital fijo o variable. Su buen o mal trato era por cuestiones de valor mercantil, no de dignidad.

Y no se diga de las intrigas políticas. Parece que los romanos le daban la vuelta a todos los grillos mexicanos, con amplia ventaja. Eso de los conflictos de interés, las mordidas, los contratos arreglados, extorsiones y escándalos por el aumento de la criminalidad, eran cosa de todos los días.

En ese entorno, Paul Doherthy escribe “La canción del Gladiador”. Título no del todo afortunado, a mi parecer. Puede que tengamos una opinión errónea sobre la línea argumental del libro, si nos basamos en esas palabras. Y los gladiadores son una segunda historia, supeditada a una línea principal: asesinatos palaciegos de cristianos, justo cuando las facciones de éstos están dispuestos a darse hasta con la cubeta, con la venia del Emperador.

Paul Doherty es historiador. Nos presenta una visión de ciertos personajes históricos que nos puede resultar chocante, o por lo menos inusual. Un emperador Constantino (San Constantino, para la Iglesia Ortodoxa) un tano venal, inconstante, frívolo, aficionado a las apuestas, al juego y a divertirse con escándalos ajenos. Una regente imperial Elena (Santa Elena para católicos y ortodoxos) a la que Catalina de Rusia se le queda corta: astuta, política consumada, maquiavélica, futura cristiana por conveniencia.

Eso no es todo, los cristianos se están poniendo de moda; ya surgieron desavenencias teológicas entre ellos. Y no están cerradas las heridas provocadas por las traiciones de varios de ellos hacia los que permanecieron fieles. Nos referimos a los tiempos de la última persecución. Y los “agentes in revus” eran esa especie de funcionarios locales del imperio romano que resuelven las cosas, aunque no se queden con el mérito nominal. Espías, gestores, investigadores, paramilitares. En suma, eran los “coyotes” del imperio. Famosos por su eficacia.

Vayamos a la historia, Claudia es una mujer joven. Su tío Polibio maneja una taberna. Parece ser la amante de Murano, un liberto que es uno de los mejores gladiadores de la época.  Sin embargo, su labor fundamental consiste en ser la espía o “agente” más avispada de Elena, Emperatriz y Augusta.

En la historia se nos ha contado que Constantino se ofreció a mediar entre los cristianos, para facilitar la paz en su imperio. En el libro se nos presenta a un Constantino, ebrio consetudinario, que se divierte con las disputas entre ortodoxos y arrianos. Y que la emperatriz Elena se afana por obtener objetos sagrados como si fuera una especie de fijación insana (la espada con que mataron a Pablo, la Cruz de Cristo) que le reporta satisfacción y control de las situaciones.

Como había comentado, hay un par de historias que tienen el común denominador de Claudia. En la primera, será la encargada de establecer un CSI romano para descubrir al o a los perpetradores de algunos crímenes non sanctos: el robo de la espada paulista, y los asesinatos cuyas víctimas son cristianos herejes. Todo ocurre en la villa imperial, para vergüenza de las autoridades.

Y la segunda historia consiste en la venganza que siempre ha deseado Claudia respecto de aquel que en el pasado mató a su hermano y la violó a ella. Solo tiene el recuerdo de su voz, su aroma nefasto, y un tatuaje debajo de la muñeca con emulaciones al cáliz de Baco.

Poco a poco, las dos historias se entretejen, para concluir casi de manera armoniosa en la resolución de ambos casos. Y un tercer vector se deslinda cuando, en las páginas iniciales, Murano combatiría a muerte con Espiterio; no lo hacen porque el segundo acusa de envenenamiento. Nos sumergiremos en el mundo de las apuestas y de los recursos ilícitos para obtener las ansiadas victorias en la arena.


La narrativa de los acontecimientos esa muy buena, aunque en ocasiones choca la imagen que Paul propone de los personajes, con la que la historia generalizada difunde. Pareciera que arma un tablero de situaciones que deben de llevarnos a las conclusiones lógicas y deductivas con las cuales Claudia encuentra a los autores de todos los crímenes. Sin embargo, al toparnos en el libro con dichas situaciones, parecen un tanto salidas de la manga.

En síntesis: una buena descripción de lugares, una sobria descripción psicológica, falta algo más de profundidad en el desarrollo de las investigaciones (parte fundamental de la historia) y un cierre que parece un tanto atropellado en elementos y tiempos, comparado con el planteamiento.

Paul Doherty tiene mucho que ofrecer, y no dudo que existen lectores que gusten de su estilo. Peor no creo que muchos. Compré su libro en una oferta, y veo que la traducción al español tiene una sola edición. Asuntos aparte, me hizo “ruido” el leer frases como “se comió una mazorca de maíz”, o “anda borracho como una cuba”. Anacronismos evidentes en el Imperio Romano. ¿Error del traductor?

Y no encuentro justificación para que se llame “La Canción del Gladiador”. No encuentro una frace que sirva de enlace o la cita en sí. Ninguna de las situaciones que se presentan hacen racional la elección de las primeras palabras. Hay gladiadores, hay corrupción, amaños de apuestas, asesinatos. El título evoca algo más particular, intimista incluso.

Disfruté en parte la lectura del libro. Creo que no leería otra obra de este autor. Ahora que, con las excavaciones del metro de Londres en los últimos años, salen a la luz vestigios de aquellas épocas, es deseable que algún autor una documentos con monumentos, y nos regale una buena historia de aquellos tiempos y lares.